20 Octubre de 2015 11:54
Te acordás cuando fui el otro día a tu casa y me diste de probar ese café. Antes de probarlo me dijiste que era de no sé donde, de no sé que tipo de café...y yo no te presté mucha atención, como buena descreída de la vida que soy.
Me hiciste una especie de curso de introducción al café y me mostraste como se usaba cada cosa, que la cápsula, que el agua en el contendor...bla bla y yo seguía pensando si era necesario todo eso para tomarnos un café y charlar un rato.
Buscaste una taza adecuada, la pusiste en un platito amoroso y nos sentamos en tu living con tu famoso café con tanta producción.
Hasta ese momento yo pensaba que hacer un respetable café era calentar el agua, poner a ojo la cantidad adecuada de ese café molido, calcular a ojo la cantidad de agua que había que poner en la jarra o termo o directamente en la taza.
Pero después lo probé. Probé ese café tan especial.
Sigo sin recordar el tipo de café, el color de la cápsula o el lugar de origen que me comentaste pero en ese momento mi paladar hizo un quiebre, un click o como se llame.
Ahí, en ese instante, me dí cuenta que lo que yo tomaba hasta ese momento era otra cosa. Que toda esa introducción que me habías hecho sobre café, sobre tu cafetera nueva había valido la pena: me hiciste descubrir algo nuevo y te lo agradezco.
De ahí en más empecé con una serie de preguntas bien terrenales como ser: dónde lo compraste, a qué precio, cómo te enteraste de éste tipo de café y no sé que otras tantas preguntas.
Después de mi interrogatorio, finalmente nos adentramos en los temas propios de las mujeres, familia e hijos y nuestra mini charla semanal terminó.
Salí de tu casa, y empecé a caminar para la mía pero algo me hizo detener: Vi una camioneta de Nespresso por la calle y automáticamente mis piernas se dirigieron al local más cercano. La envidia que sentí por unos instantes empezaba a llegar a su fin.
