30 Julio de 2015 11:28
Cuando el 7 de diciembre de 1941 los Estados Unidos se dejaron bombardear en Pearl Harbor y de esa manera consiguieron "tener un motivo más que válido para entrar a la Segunda Guerra Mundial", supieron de inmediato que las consecuencias podrían ser terribles e inminentes. Fieles a su estilo de tirar la piedra y pretender que los demás les devuelvan pétalos de rosas, los norteamericanos se sintieron de inmediato posible centro de los ataques de la Luftwaffe, la aviación militar alemana del Tercer Reich. El ataque japonés y el ingreso a la guerra de parte de Estados Unidos implicaba, claro está, un enfrentamiento directo con la Alemania nazi, por lo que el pánico y la paranoia comenzaron a ser moneda corriente no sólo entre la población civil, sino también entre los militares y las autoridades nacionales.
Los norteamericanos no siempre tuvieron en cuenta que tanto los japoneses como los alemanes podían disponer de bombarderos de largo alcance. En un principio no lo creyeron, pero los contundentes y constantes bombardeos alemanes sobre Londres en 1940, les hicieron repensar las cosas dramáticamente. Las inmediatas medidas de seguridad comenzaron a hacerse notorias y así las cosas se impartieron órdenes muy precisas a la hora de hacer apagones nocturnos "preventivos" (a los norteamericanos les gusta tanto esta palabra...), tal como hacían los británicos y simulacros destinados a mantener debidamente preparada a la población. Esas prácticas alcanzaban a las ciudades de la costa este, como así también a las de la costa oeste, llegando incluso a suceder algo similar en ciudades (no de Estados Unidos) ubicadas en el Golfo de México.
Pero no todo quedó allí. El gobierno de los Estados Unidos llevó su locura (tras el ingreso a la fuerza en la guerra) mucho más allá y experimentó el peor de los temores, llegando a pensar que la Luftwaffe de Adolf Hitler podría bombardear a la mismísima Casa Blanca, sede del presidente en la ciudad masónica de Washington.
La idea para protegerse no podía haber sido más llamativa y curiosa. Franklin D. Roosevelt, presidente norteamericano, recibió una idea de parte de algún colaborador y por poco no se hizo realidad: pintar la Casa Blanca de negro y de ese modo hacerla "invisible" en la noche ante la eventualidad del sobrevuelo y bombardeo de los aviones alemanes. El proyecto de la "Casa Negra" luego quedó descartado por completo. Los norteamericanos nunca sufrirían un ataque aéreo enemigo... por lo menos por un tiempo.
Marcelo García
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